28.2.14

David y Goliath


A pesar de estar nominada al Oscar en seis categorías (película, actor principal, actor secundario, guión original, montaje y maquillaje), Dallas Buyers Club no se estrena en nuestro país hasta el próximo 14 de marzo, casi dos semanas después de la ceremonia de entrega de dichos premios. Y es una injusticia, pues el film dirigido por el canadiense Jean-Marc Vallée es un dignísimo producto que, entre otra posibilidades, podría hacerse con la estatuilla dorada para un sobresaliente Matthew McConaughey, un actor que, en los últimos años, ha enderezado de forma sorprendente su carrera a través de múltiples y complejos personajes, incluyendo el del detective Rust Cohle de la compacta serie televisiva True Detective.

En esta ocasión y amparándose en un caso verídico, McConaughey, de forma magistral y físicamente desmejorado, se mete en la piel de Ron Woodroof, un rudo vaquero heterosexual que, a principios de los 80, descubre alucinado que ha contraído el virus del SIDA. La muerte de Rock Hudson inundaba los titulares de toda la prensa mundial y Woodroof, un tipo que practicaba el sexo de forma descontrolada y sin seguridad alguna, al no pertenecer a ninguno de los colectivos a los que se criminalizó de forma estúpida, no daba crédito a su diagnóstico. Una vez asumida su enfermedad, y ante la prohibición del gobierno norteamericano del uso de ciertos específicos en favor de una industria farmacéutica dispuesta a potenciar unos fármacos que en poco ayudaban a frenar el avance del virus (sino todo lo contrario), inició una lucha personal en contra del sistema, al tiempo que importaba medicamentos más efectivos del extranjero para uso propio y para vender a otros portadores del VIH.

Lo que por su temática podría parecer un dramón de muchísimo cuidado se trata, en realidad, de un producto fresco, perfectamente conducido y narrado con un ritmo endiablado. Vallée no deja tiempo para el aburrimiento. Va al grano y huye del efectismo propio del género, intentando evitar al máximo los posibles pasajes lacrimógenos que podrían inundar un film de estas características. Haberlos haylos, pero de forma sobria y veraz, sin truculencias y ciñéndose, en todo momento, a la indiscutible dureza que aporta el tema. Tiene sentido del humor y potencia, ante todo, la relación de amistad, e incluso laboral, que nace entre Woodroof y Rayon (impresionante Jared Leto), un travesti afectado igualmente de SIDA; una ocasión de oro para que el realizador juegue con la aparente homofobia de un personaje como el de McCounaughey y el consciente acercamiento que acaba haciendo hacia el colectivo homosexual.


Un producto inteligente que, una vez más, entra a saco en la lucha de un pequeño contra un gigante; un nuevo David y Goliath, en donde David está simbolizado por la persona como individuo desprotegido y Goliath por el sistema y sus satélites, tanto corporativos como gubernamentales. Y allí, en una zona inicialmente neutral pero decantándose a marchas forzadas hacia el lado de David y sus huestes, la doctora Eve (una efectiva Jennifer Garner que se ha de imponer ante las dos deslumbrantes interpretaciones de Matthew McConaughey y Jared Leto); una facultativa que iniciará su guerra particular en el hospital en donde trabaja.


Ya lo saben. El 14 de marzo tienen una cita con una película valiente, emotiva y ágil en su planteamiento. Y vigilen con las contraindicaciones de los medicamentos que les receten sus médicos. A las farmacéuticas siempre les ha preocupado más su propio bolsillo que la salud de los pacientes. Y si con ello pueden hacer crónica una enfermedad, lo harán.

27.2.14

El ateo, la creyente y las monjas diabólicas


Mañana llega a las pantallas de toda España Philomena, la última película de Stephen Frears, un film agradable y crítico, capaz de hacer reflexionar al espectador sobre el malsano poder de la religión al tiempo que ofrece el retrato de dos personajes en principio totalmente antagónicos: los de Martin Sixsmith y Philomena Lee; el primero, un periodista caído en desgracia después de haber intentado probar fortuna en el mundo de la política y, el segundo, una mujer de avanzada edad que lleva 50 años intentando dar con el paradero de un hijo que, a temprana edad y cuando ella estaba interna en un convento castigada por su embarazo, fue dado en adopción por las monjas que lo regentaban.

Él es un tipo gruñón, ateo y enfurruñado con el mundo; ella es una mujer afable, sencilla, no muy culta y creyente a pies juntillas. Ambos unirán sus fuerzas para localizar, de una vez por todas, al hijo de la afectuosa Philomena; una búsqueda que incluso les llevará de su Irlanda natal al corazón mismo de los EE.UU.. Mientras ella pretende reconciliarse con su tormentoso pasado, él intenta conseguir un reportaje de tintes humanistas que lo vuelva a colocar en el candelero.


Un film sencillo, pequeño, pero tremendamente emotivo y conmovedor. Crítico con los estamentos religiosos, aunque totalmente respetuoso con las creencias (o no creencias) de sus dos protagonistas, Frears, basándose en la novela de Martin Sixsmith The Lost Child of Philomena Lee, se centra, ante todo, en la relación que se establece entre sus dos personajes principales. Una dependencia que nace de la conveniencia de ambos y que, poco a poco, irá yendo mucho más allá del mutuo beneficio, dándole, al mismo tiempo, una especial relevancia al tráfico de niños que, por parte de ciertas religiosas, tuvo lugar en la Irlanda de los años 50.


Philomena se nutre de dos actores geniales. Por un lado Judi Dench, toda una dama de la interpretación que, en esta ocasión, se mete de forma magistral en la piel de una mujer humilde empeñada en la búsqueda de un hijo que le fue robado por unas monjas diabólicas y, por el otro, Steve Coogan quien, dando vida a la perfección al resentido periodista, también ejerce en el film de guionista y productor. Entre los dos nacerán chispas de todo tipo: tanto humorísticas como melodramáticas, provocadas, casi siempre, por la irritabilidad de él ante la sencillez con que la mujer plantea muchos de los temas a los que se han de enfrentar.

Ácida y tierna; cómica y triste; veraz y escalofriante. Un torbellino de sentimientos capaz de explicar una historia magnética y bien construida en poco más de hora y media. Un título que muchos considerarán menor pero que, en el fondo, abriga toda la sabiduría y la manera de entender el cine de alguien como Stephen Frears.

25.2.14

El otro 23-F


Tomando como referente la Opération Lune, un falso documental del canal Arte que aportaba pruebas para demostrar que la llegada del hombre a la Luna fue todo un montaje dirigido por el mismísimo Stanley Kubrick, Jordi Évole, con Operación Palace, orquestó, el pasado domingo, otro falso documental que, amparándose en unos documentos de la CIA salidos a la luz recientemente, exponía la teoría de que el 23-F no era más que un golpe de estado ficticio perpetrado por la mayoría de fuerzas vivas del país con la intención de preservar una naciente democracia que, en los años 80, empezaba a tambalearse y, al mismo tiempo, para evitar un posible golpe de estado real.


El juego planteado por Évole, aparte de genial, divertido y atrevido, ha significado un hito en los anales de la televisión en España. Un juego perfectamente planeado y documentado que, en su ingenioso engaño, invita al espectador a pensar a través de las claves que va filtrando a lo largo de sus sesenta minutos de duración. Unas claves al principio muy sutiles pero que, a medida que va avanzando en su metraje, se convierten en algo más claro y, hasta en ocasiones, suficientemente astracanado y surrealista como para que el televidente pueda ligar que se encuentra ante un fake de inmensas proporciones. Una mentira guasona que, en el fondo, logra que nos planteemos la de tomaduras de pelo que, día a día, nos van soltando a través de la caja tonta y que nadie se atrevería a sospechar de ellas; mentiras, la mayoría de ellas, filtradas a través de ciertos medios de comunicación vendidos al poder o bien ya totalmente diseñadas por unos gobernantes dispuestos a que comulguemos con ruedas de molino.

La fuerza y la importancia de Operación Palace en la historia de la televisión en nuestro país ya es innegable. Jordi Évole quería crear corriente de opinión y, sin lugar a dudas, lo ha conseguido; él y toda la larga lista de colaboradores que se prestaron al juego propuesto, muchos de ellos protagonistas directos del patético golpe de estado perpetrado, en 1981, por un reducido número de militares y guardias civiles ansiosos por resucitar los desmanes del fenecido franquismo (tal y como están intentando, de otro modo, nuestros rancios y fachendas gobernantes actuales).


Ante la broma del responsable de Salvados, además de leer entre líneas, hay que tener sentido del humor. Enfurruñarse, como han hecho algunos ante la modélica gamberrada de Évole, es de persona tozuda y poco abierta a nuevos modelos televisivos. La experimentación siempre es buena y más si se hace de manera lúcida y fresca, como en este caso. No me negarán que tiene su coña convertir a un realizar de cine como José Luis Garci en el director de un montaje que, en el fondo, por su cutrerío escénico, tenía un mucho de teatrillo de feria y en donde el más tonto de los actores invitados, ese personajillo que atendía por el nombre de Antonio Tejero, con su bigotito, su tricornio, pistola en mano y al grito de “¡Todos al suelo, coño!”, fue el único de toda la trama que no se había enterado de la historia, según cuenta la versión ofrecida por Operación Palace.


Con los años, y a pesar de sus cabreados detractores, se le considerará como un programa de culto, digno de figurar en las antologías de una televisión que ya empezaba a oler demasiado a podrido. Y es que a veces, arriesgarse con formatos distintos tiene su recompensa.

Ahora sólo nos falta que algún día nos expliquen que hay en esa cajita blanca que acompaña al Rey en todos sus eventos sociales, incluida la caza de elefantes.

24.2.14

Enamorarse


Spike Jonze es un cineasta peculiar, extraño, capaz de no dejar indiferente con sus films a nadie, sea para bien o para mal. Con Her ha llegado a su madurez como director, al tiempo que nos ofrece su obra más redonda. Emotiva, divertida, crítica, ácida... un poco de todo para envolver una atípica historia de amor: la que nace entre Theodore, un escritor solitario empleado en una empresa dedicada a redactar cartas para terceros, y un nuevo sistema operativo, recién salido al mercado, que ofrece una relación virtual totalmente distinta, aunque igual o más profunda, a la de las relaciones sentimentales entre seres de carne y hueso.

Ambientada en un futuro no muy lejano, en donde la informática y los temas virtuales están a la orden del día (como ahora, vaya), Jonze nos sirve en bandeja de plata una de las historias de amor más profundas y diferentes que nos haya brindado el cine. Apoyándose en el excelente trabajo interpretativo de un Joaquim Phoenix fuera de serie (genial representando él sólo una relación de pareja) y en la cálida y sugestiva voz de Scarlett Johansson (en el original, la voz que emerge del sistema operativo), el realizador de Cómo Ser John Malkovitch urde un cuento, de tintes fantásticos, tan emotivo como sugerente.


La cinta, a pesar de su insólito planteamiento, es capaz de retratar los sentimientos más profundos de un hombre solitario, en pleno proceso de divorcio, que descubre su plenitud como persona al sentirse totalmente atraído por una máquina. Y lo hace de forma inteligente, sin renunciar a su agridulce sentido del humor y haciendo totalmente creíble para el espectador que un tipo como Theodore caiga en las redes sentimentales que le propone la locución que surge de su nuevo artefacto; una voz que denota una sabiduría y una emotividad fuera de lo normal, la voz de Samantha. Un flechazo total, tanto a nivel anímico como físico, en el que no tardarán en aparecer las típicas constantes que marcan las relaciones entre seres humanos. Los celos y el querer llegar a más serán, tan sólo, algunos de los problemas que se les plantearán en su intensa correspondencia emotiva.


Una película vibrante, conmovedora, atemporal, de calmada puesta en escena y diestra a la hora de anunciar lo que nos puede deparar la actual dependencia de la informática y las redes sociales; una realidad que está creando un ingente regimiento de gente solitaria que se muestra más segura en sus relaciones virtuales que en el más natural cara a cara de toda la vida. Un film de visión obligatoria, tanto por tratarse de un derroche de fantasía y sentimientos varios como por la originalidad que conlleva una obra tan arriesgada y, en el fondo, más real de lo que nos pueda parecer a simple vista. Y, a ser posible, en versión original subtitulada: sería todo un pecado despreciar la seductora tonalidad de Scarlett Johansson al optar erróneamente por la de un doblaje más lineal y mucho menos personal.


Les dejo. Me voy a conectar con mi sistema operativo.

23.2.14

El arte de salvar el arte


En su tercer trabajo como realizador, Ella Es El Partido, George Clooney intentó acercarse al espíritu de las comedias clásicas del viejo Hollywood, y el invento se quedó en una floja película sin ningún tipo de glamour. Ahora, con Monuments Men, urde un homenaje al cine bélico y de aventuras de toda la vida, desde Doce del Patíbulo a El Desafío de las Águilas pero, al igual que le sucedió con la citada Ella Es El Partido, se queda a mitad de camino en la mayoría de sus intenciones.

Monuments Men está basada en un episodio real sucedido durante la Segunda Guerra Mundial, justo cuando el nazismo empezaba a dar sus últimos coletazos y en Norteamérica, un hombre amante del arte y de la cultura universal, decidió formar una brigada especial para preservar cuantas obras de arte fueran posibles del expolio a que habían sido sometidas por el ejército nazi. En la vida real, se trató de un equipo formado por más de 300 expertos en el tema, mientras que en el film Clooney lo sintetiza en un minúsculo comando compuesto por siete especialistas sin ninguna experiencia en armas de fuego y demasiado mayores para estar en primera línea de fuego.


La cinta, loable por su defensa a ultranza de la cultura en todos sus aspectos, denota una falta de ritmo alarmante, sobre todo en su primera parte, aquella en la que el personaje de Frank Stokes (un George Clooney muy a lo Clark Gable) convence al presidente Roosevelt de lo importante de su misión y en donde inicia el reclutamiento de un flamante grupo compuesto por diversas autoridades en la materia, divagando, continuamente, entre la comedia y el melodrama sin decantarse definitivamente por ninguno de los dos estilos.


Su segunda mitad, justo después de una emboscada sufrida por dos de los Monuments Men, la cosa empieza a animarse un poco; sólo un poco. El cine propiamente bélico empieza a aparecer en pantalla, aunque siempre a cuentagotas y esforzándose en llenar sus diálogos de frases rimbombantes dispuestas (sin lograrlo) a convertirse en antológicas. Los títulos a los que pretende homenajear quedan a años luz de sus claras pretensiones. La acción es mínima, prácticamente inexistente, aunque potencia con ingenio el espíritu de camadería existente entre los integrantes de la cuadrilla, como si se tratara de una de las inmortales películas varoniles de Howard Hawks pues, de hecho, el único personaje femenino con cierta relevancia es el interpretado por una afrancesada Cate Blanchett, una mujer parisina que se vio obligada a trabajar directamente con los alemanes en la catalogación de las pinturas y esculturas embargadas.


Un producto más bien aburrido, sin ángel, del que sin embargo destacaría el buen hacer de todo su atractivo y lujoso plantel de actores (John Goodman, Matt Damon, Bill Murray, Bob Balaban y Jean Dujardin, entre otros) y, por encima de todo, la magnífica banda sonora compuesta por un inspiradísimo Alexander Desplat, capaz de trasladar al espectador con sus notas musicales hasta títulos tan emblemáticos del género como fueron El Puente Sobre el Río Kwai o La Gran Evasión. En definitiva, un quiero y no puedo que nunca acaba de arrancar a pesar de que, en su camino, asomen destellos de gran cine.

En 1965, sin hacer ninguna referencia directa a los Monuments Men, un artesano como John Frankenheimer tocó un tema similar, a través de un vibrante film de acción, con mejores resultados que los obtenidos por George Clooney. Se trataba de El Tren, una película de aventuras bélicas en donde Burt Lancaster interpretaba a un miembro de la resistencia francesa dispuesto a interceptar un tren que transportaba hacia Alemania valiosas obras de arte confiscadas por un oficial alemán. Eso sí que era CINE en mayúsculas.

20.2.14

Sopor en remojo


Tras un espléndido film coral como fue Margin Call, J.C. Chandor cambia de tercio y se embarca (y nunca mejor dicho) en una odisea marina con un único protagonista: Robert Redford. Una historia de supervivencia que narra la desesperación de un hombre solitario en su intento de salir indemne de un naufragio en pleno Océano Índico, después de haber chocado con su velero contra un contenedor abandonado en alta mar.


No busquen más que eso. No hay nada más. Redford por un tubo, dos líneas de diálogo en favor de la voz en off del actor y un sinfín de cromas acuáticas a cual peor parida. Mientras, para darle un poco de vidilla al invento, el muchachote de 77 tacos, demuestra su buena forma física yendo de una punta a la otra del velero, subiéndose a la vela, achicando agua por todas partes y remojándose a base de bien. Y vuelta a empezar, una y otra vez los mismos movimientos repetidos hasta la saciedad.

Después, para cambiar un poco de escenario, reemplaza el velero de marras por un bote salvavidas y, ¡cómo no!, para no perder la costumbre, de nuevo vuelve a achicar el agua y a darse unos cuantos chapuzones accidentales en el mar. Un Robert Redford pasado por agua que se debió quedar con un palmo de narices cuando descubrió que los de la Academia se habían pasado su soñada nominación al Oscar por el mismísimo culo.


Cinta aburrida, repetitiva y, por momentos, patéticamente delirante. Soporífera hasta extremos impensables y técnicamente olvidable (¡cómo cantan las cromas, por Tutatis!), se trata de uno de los films más tediosos e insoportables en lo que llevamos de año. Casi, casi una silent movie (léase "película muda"), adornada por el sonido del oleaje, los truenos de alguna que otra tormenta y los acordes de la nada inspirada banda sonora de Alex Ebert.

Minimalismo empapado y poco más. Por mucho Redford que salga, ahórrense los eurillos de la entrada, que los tiempos no están para malgastarlos en pérdidas de tiempo similares.

18.2.14

En las tripas de Mary Poppins


El impersonal John Lee Hancock ha sido el encargado de poner en imágenes la tensa relación que se creó entre Walt Disney y P.L. Travers, la autora de las novelas sobre Mary Poppins, cuando ésta, tras 20 años de negativas, cedió en vender los derechos de su obra al primero. Al Encuentro de Mr. Banks es su título y en él, siempre dentro de los márgenes de la corrección política más absoluta, se refleja, de forma ciertamente ingeniosa, los tira y afloja que sostuvo la escritora con el padre de Mickey Mouse y los guionistas, músicos y letristas  de la que luego sería una de las cintas más populares de la casa Disney: Mary Poppins.

La película, producida por la propia Disney, rehúye en todo momento entrar a saco en la parte más oscura de Walt Disney, dejándolo tan sólo como un hombre astuto que, valiéndose de todo tipo de tretas, logró zafarse de desaprobación de P.L. Travers ante la posibilidad de que se convirtiera en un film musical y de animación. Aparte de ello, la única parte "maligna" (fíjense en las comillas) que se muestra del personaje (interpretado con una delicadeza exquisita por Tom Hanks) es que, en sus momentos de soledad, fumaba como un cosaco a hurtadillas de todo el mundo.


A pesar de los pesares, En Busca del Sr. Banks es un film ameno y divertido, cuya mejor baza se encuentra en el trabajo de sus actores y, ante todo, en la creación que una maravillosa Emma Thompson hace de la escritora, una mujer gruñona que, a pesar de haber nacido en Australia, dejaba fluir con total tranquilidad esa flema británica adquirida después de casi toda una vida residiendo en la ciudad de Londres. Marcada por una infancia difícil, la cinta (a través de numerosos flash backs), hace un retrato (a veces rozando la cursilería) de lo que significó su convivencia al lado de un padre soñador, banquero accidental y muy dado a la bebida, buscando, de este modo, un claro paralelismo con la creación que luego hizo del personaje de Mr. Banks en sus novelas; o sea, el padre de los niños de los que se ha de encargar la mágica Mary Poppins.

Un divertimento blanco, muy del gusto de los estudios Disney, para todos los públicos. Sin salidas de tono exageradas y siempre manteniendo un considerable nivel de sutileza. Jocoso en ocasiones (la graciosa llegada de la novelista a su habitación de un lujoso hotel de Beverly Hills), emotivo en otras (la estimable simbiosis adquirida con su chófer, un entrañable Paul Giamatti) y, en general, sugestivo.


Como siempre, vistas sus pretensiones argumentales (en donde P.L. Travers pretende reconciliarse con su desaparecido padre), sería mejor no haber cambiado la traducción del título español y dejarlo, sencillamente, en el más adecuado Saving Mr. Banks (Salvando a Mr. Banks) original. Supongo que algún día, los rebautizadores de títulos sentarán la cabeza y dejarán de endilgarnos sus (casi siempre) alucinadas y engañosas invenciones.

Por cierto, ¿para cuándo algún biopic más feroz sobre la figura de Walt Disney?

17.2.14

Tormenta teatral


Con La Venus de las Pieles, Roman Polanski repite un tanto la estructura de su film anterior, Un Dios Salvaje ya que, al igual que éste, se basa en una obra teatral, adaptando para la ocasión el libreto de David Ives que, a su vez, se basa en la novela de Leopold von Sacher-Masoch, el llamado padre del masoquismo, un tema que, sin lugar a dudas, le va como anillo al dedo al realizador.

La película, en ningún momento esconde sus orígenes teatrales. Es más, las intenciones del director de Chinatawn es potenciarlos al máximo. Por eso, no es de extrañar que toda la acción, protagonizada por dos únicos personajes, transcurra en el interior de un viejo teatro parisino mientras, en el exterior (tal y como nos muestra su cámara en un largo travelling de apertura) diluvia sobre las calles de la capital francesa.


Dentro del teatro, con el aforo totalmente vacío y el escenario aún con los decorados a medias de la obra que se representa en la actualidad, se encuentra el agotado Thomas, el autor y director de la obra en la que está trabajando para su estreno. Acaba de terminar una dura jornada de casting para dar con la protagonista femenina de su pieza. No ha habido suerte y se dispone a abandonar el local cuando, de repente, por la puerta principal asoma Vanda, una mujer que, empapada por la lluvia, pretende hacerse con el papel. El tira y afloja entre los dos personajes tan sólo acaba de empezar. Él no quiere perder más tiempo con una nueva prueba y, aparte, considera a la recién llegada demasiado bastorra para el papel; ella, a pesar de la negativa del director, está dispuesta a demostrar sus dotes de actriz por todos los medios.


La Venus de las Pieles no es más que un divertimento perverso (tal como mandan los cánones en el cine de Polanski) de alta envergadura, en donde el personaje masculino, casi sin darse cuenta, sucumbirá ante  el juego que le propone una Vanda camaleónica que, de ser una mujer chabacana, pasa a adoptar varios roles totalmente distintos, a cual más embriagador y sorprendente: de sometida a dominante, de seductora a seducida, de inocente a astuta... Todo vale en la personal representación del papel que le demanda el autor.

Un inquietante juego de espejos que salta de la comedia al melodrama, y viceversa, en numerosas ocasiones. Polanski, con el tête a tête de sus dos protagonistas, deja fluir todos los fantasmas y obsesiones que se han ido acumulando a lo largo de su filmografía. Al igual que en la mayoría de sus películas, está dotada de ese toque claustrofóbico tan habitual en su cine y es que, en esta ocasión, tanto Thomas como Vanda se ven atrapados en el interior de un espacio cerrado del que no están dispuestos a salir así como así. Dos almas en pena y en constante ebullición aferrados a un duelo en donde el sexo, el fetichismo, el machismo, el feminismo y, ¡cómo no!, el masoquismo, se convertirán en sus principales constantes.


Para darle más morbo a la historia, el realizador polaco le ha confiado el papel masculino a Mathieu Amalric, un actor de características físicas muy parecidas a las del propio Polanski quien, a través de un sinfín de diálogos brillantes y situaciones de lo más retorcido, se ha de batir en un duelo dialéctico y enigmático con la que, en la vida real, lleva años compartiendo su vida sentimental con el director, una espléndida Emmanuelle Seigner (aún atractiva a pesar de sus 48 tacos) y a la que, mediante la sorprendente Vanda, su compañero le ha regalado uno de los mejores papeles de su carrera; una Emmanuelle Seigner, intrigante y fascinante, dotada de un fuerza interpretativa ciertamente deslumbrante.


Un extraño pasatiempo del que sólo podrá salir un único ganador. A pesar de que muchos se empeñen en decir que se trata de un Polanski menor, déjense llevar por la tormenta física y psicológica que se establece entre un autor y su posible actriz. Todo vale en el cambio de roles que, a lo largo de su controlado metraje (no más de hora y media), nos propone el gran Roman Polanski. Eso sí: imprescindible disfrutarla en su versión original subtitulada.

15.2.14

Los perdedores


Nebraska, junto con el anterior trabajo del director, Los Descendientes, confirma a Alexander Payne como uno de los realizadores con más personalidad del panorama norteamericano actual. Fiel a su particular estilo, en donde se baraja con efectividad el melodrama con un muy peculiar sentido del humor, acerca al espectador al viaje que, un padre con síntomas de senilidad y su hijo, inician por carreteras de Norteamérica para llegar hasta Lincoln (Nebraska), lugar en donde el primero pretende cobrar un presunto premio de un millón de dólares que le ha sido comunicado a través del correo postal: un timo como otros tantos del que el buen hombre, tozudo como nadie, no quiere ni oír hablar. Un camino que se verá salpicado por diversos incidentes y que incluirá una parada en el pueblo natal del anciano, en donde serán acogidos en casa de unos familiares.


Arropando a su historia con una efectiva fotografía en blanco y negro, aparte de mostrar un emotivo retrato del redescubrimiento de un padre por parte de un hijo que se había alejado de él, Nebraska significa un tierno retrato del modo de vida de esos personajes que conforman la América profunda; esa américa marcada por los silencios, las granjas, los graneros y el alcohol, sobretodo demasiado alcohol. Y a pesar de su pretendida dureza, enmarcada a la perfección dentro de los tonos grises de su imagen, Alexander Payne no desdeña en ningún momento aproximarse a ellos a través de un encomiable (aunque socarrón) toque de comedia.


Una road movie distinta que, cocinada a fuego lento, saca a la luz las miserias de una familia que nunca vivió tiempos mejores. Odio, amor, insolencias y también, por qué no, un mucho de ternura. Un poco de todo para definir el espíritu de los Grant y sus numerosas ramificaciones familiares y, ante todo, en la plasmación de la relación establecida entre el viejo Woody y su hijo menor, David (excelente Will Forte), un joven dotado de un gran corazón.


Y allí, colocado en el epicentro de la película, el gran Bruce Dern quien, a sus 78 años de edad, se ha metido en la piel del testarudo y borrachín Woody para componer a uno de los mejores personajes de su filmografía. Una interpretación que, a buen seguro, le podría valer un merecidísimo Oscar.

Con Nebraska, a pesar de ser un film de y sobre perdedores, Payne ha sabido darle la vuelta a un género y, de forma inteligente, lo ha convertido en un agradable y conmovedor canto a la vida, en donde esa malsana pasión por la lágrima fácil brilla por su ausencia. Una pequeña joya de la cartelera actual con un gigantesco Bruce Dern de propina.

9.2.14

El embaucador


Dirigida por el neoyorquino David O. Russell (el mismo de El Lado Bueno de las Cosas y The Fighter), La Gran Estafa Americana se ha convertido en una de las (discutibles) favoritas al Oscar de esta temporada. Inspirada, a grandes rasgos, en un caso real sucedido en los EE.UU. durante los años 80, la película narra las estrategias que han de urdir una pareja de estafadores profesionales cuando, tras ser atrapados durante uno de sus timos por un agente del FBI, se vean obligados a trabajar para los federales con la finalidad de pillar, con las manos en la masa, a un grupo de mafiosos y políticos corruptos.


Esencialmente, La Gran Estafa Americana se trata de una comedia. Pero una comedia en la que, al mismo tiempo, se aglutinan varios géneros: desde el thriller al melodrama; todo vale en el caos de personajes y engaños perpetrados por el realizador y su coguionista, Eric Warren Singer. Desde el humor más alocado y sarcástico a la tragicomedia más absoluta. La cosa tiene nervio. Su montaje es frenético, no da tiempo al aburrimiento. Salta de un personaje al otro, al tiempo que utiliza las voces en off de sus tres principales protagonistas para ir centrando al espectador en medio de ese maremágnum de historias paralelas y subtramas que propone.

La cinta entretiene y engancha. Todo entra suave, como con vaselina. Sus tres personajes principales están perfectamente definidos y sus actores, del primero al último, están perfectos en sus roles, empezando por un engordado Christian Bale, siguiendo con una efectiva Amy Adams y terminando por un divertido Bradley Cooper. El primero, arropado por un look de lo más hortera, como el cerebro del grupo; la segunda, en la piel de una embaucadora que finge ser ciudadana británica y el tercero dando vida a un amargado, enamoradizo y empecinado agente federal. Pero, a pesar de lo divertidos y espléndidos que resultan, sobresale una secundaria de lujo que se los come a todos con patatas: se trata de una majestuosa Jennifer Lawrence quien, ejerciendo de la peculiar esposa del personaje de Bale, cautiva al espectador con su bipolar personalidad y con la locura con la que aborda su cometido.


Casi dos horas y cuarto de proyección que pasan en un abrir y cerrar de ojos. Todo parece muy milimetrado, empezando por su cuidadísima ambientación ochentera y terminando por el complicadísima peinado de Christian Bale. Uno sale del cine con la sensación de habérselo pasado muy bien. Pero cuando se empieza a analizar su trama con un poco de detenimiento, la cosa se descuadra por completo. Entre sus numerosas lagunas narrativas (o, mejor dicho, agujeros negros), lo poco explícito que se muestra en ciertos aspectos de la intriga y ese tono condescendiente con el que, hacia el final, arropa a su fauna de políticos corruptos, La Gran Estafa Americana se convierte, por si misma, en una gran estafa para el espectador, pues David O. Russell, a lo largo y ancho de su dilatado metraje, ha desempeñado el papel de embaucador y nos ha hecho comulgar con ruedas de molino. Nunca un film tan vacío como éste nos había llenado tanto.

5.2.14

YoGa 2014

El colectivo Catacric (Catalans Critics), reunido en la noche del 4 al 5 de febrero del 2014, en un céntrico lugar de Barcelona, ha decidido otorgar los 25º anti-premios YoGa a lo peorcito de la producción cinematográfica del año 2013.

En sus deliberaciones, el jurado, anónimo y mutante, como cada año, desde hace 25 inviernos, ha tenido en cuenta las apreciaciones, comentarios y sugerencias de los lectores de la web, de Facebook y de Twitter de este colectivo.

En esta ocasión, especial, además, han aportado sus opiniones (también anónimas) algunos destacados colegas de otras partes de España.

Finalmente, el jurado Catacric ha decidido mostrar sus caras, que son las que ven en la imagen inferior.


Cine extranjero

- Peor película: YoGa Jodí motors (a veces follo coches), a El consejero, de Ridley Scott.


- Peor director: YoGa El gran estafador americano, a David O. Russell por El lado bueno de las cosas.

- Peor actor: YoGa Ni dios te perdona, a Ryan Gosling por Sólo Dios perdona.

- Peor actriz: YoGa Quiero ser Carmen de Mairena, a Oprah Winfrey por El mayordomo.


Cine español

- Peor película: YoGa Come, vuela, mama, a Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar.

- Peor dirección: a Isabel Coixet por Ayer no termina nuncapues eso.


- Peor aspirante a actor: YoGa Send in the clowns to Guantanamo, al director Albert Serra.

- Peor actriz: YoGa Malamadre, a Belén Rueda por Séptimo (las malas no te sientan tan bien)


Premios especiales

- YoGa Tu barba me suena,  a Quim Gutiérrez por el uso y abuso de su trabajo durante el 2013.


- YoGa Despreciar es fácil con los ojos cegados, al ministro Montoro, por su desmesurado amor al cine español.


Uno de los nuestros

- YoGa El asesino es el mayordomo, al crítico de El País Javier Ocaña.


Especial 25º aniversario

De entre las películas extranjeras, ya premiadas con un YoGa a lo largo de estos 25 años, hemos reelegido El proyecto de la bruja de Blair con el YoGa No estaban muertos, estaban de parranda.

De entre las españolas, Cancion de cuna y La herida luminosa (ex aequo, y eso que no votamos en su día Sangre de mayo), con el YoGa ¡Qué Garci es el cine!.