12.12.14

San Bill Murray


St. Vincent significa el debut en el campo del largometraje de Theodore Melfi, un hombre procedente del mundo del corto que, para su puesta de largo, ha contado con un excepcional Bill Murray para dar vida al peculiar protagonista de la misma, un perdedor nato; un hombre mayor que vive al límite en todos los aspectos: fuma como un carretero, bebe como un cosaco, alivia su soledad en compañía de una prostituta rusa embarazada y, de propina, ha dilapidado todos sus ahorros apostando en las carreras de caballos. El tipo atiende por Vincent (Vinnie para los amigos) y, con la llegada de una nueva vecina y el hijo de ésta, estará a punto de redescubrirse asimismo al convertirse en el atípico y accidental canguro del pequeño.


De hecho, St. Vincent no es más que una nueva vuelta de tuerca a los típicos folletines almibarados con los que tan a menudo nos castigan desde el cine norteamericano: un tipejo impresentable que, ante la presencia de un chaval inocente y ante un maremágnum de inconvenientes personales y emotivos, acabará redimiéndose y dejando al descubierto su gran e inmenso corazón. Salvando las distancias, es como el Eastwood de Gran Torino, pero en cutrillo y espolvoreado con una buena dosis de azúcar en polvo.

Suerte ha tenido el tal Melfi de poder echar mano de un grupo de actores en total estado de gracia para, en parte, suavizar el excesivo acaramelamiento de su propuesta; unos intérpretes que, con su buen hacer, le han cedido unos gramitos de acidez a lo que podría haber resultado una indigestión de melaza:  Bill Murray, genial como siempre, se mueve a sus anchas a través de su tosco y gruñón personaje, mientras que una sorprendente y desconocida Naomi Watts parece divertirse de lo lindo jugando con su cuerpo y explotando al máximo el acento ruso de su extraño rol, sin olvidar por ello el inesperado cambio de registro de una controladísima Melissa McCarthy (alejada, por suerte, de sus habituales comedias desmadradas) ni la contención con la que afronta su papel el debutante Jaeden Lieberher, el niño que da vida al pequeño  Oliver, el hijo de la vecina.


Algún que otro personaje que desaparece sin más de la trama (como el usurero al que Vinnie debe un buen fajo de billetes) o la inclusión de uno tan episódico e innecesario como el de la esposa enferma (tan sólo añadido para recalcar el "buen corazón" del protagonista), son algunos de los otros defectos de un film irregular y de temática en exceso manida al que, repito, salvan del olvido sus benditos actores.

Y es que, por ejemplo, tan sólo vale la pena acercarse a St. Vincent para disfrutar de sus insuperables créditos finales, en donde Bill Murray, al son del Shelter From the Storm de Bob Dylan, se marca una inolvidable perfomance que hace digerir, de golpe y porrazo, la sobredosis de azúcar endilgada. San Bill Murray.

1 comentario:

El Señor Lechero dijo...

Sólo por Bill Murray habrá que ir a verla. A falta de Cazafantasmas III, buenas son estas cosas.