29.9.08

Causticidad y ternura

La última película de Giuseppe Tornatore, La Desconocida, llega con cierto retraso a las pantallas españolas, pero al menos, y con respecto a otras cintas interesantes que jamás caerán en los circuitos comerciales de nuestro país, ésta ha tenido su oportunidad. Y bien que se lo merece.

Situada a las antípodas de su popular Cinema Paradiso, La Desconocida camina por terrenos más resbaladizos y crudos. Deja a un lado la melaza que sutilmente desprendía en su brillante y exitoso homenaje al Séptimo Arte y se introduce de pleno en las entrañas del thriller más dantesco; un thriller cargado de tintes melodramáticos, capaz de destilar mala leche a raudales y con fuertes dosis de cine a lo Dario Argento y Alfred Hitchcock. Su escena inicial, en la cual varias mujeres desnudas y enmascaradas posan para alguien inconcreto, ya anuncia, a través de su morbosa estética y su frialdad escénica, que vamos a adentrarnos en una pesadilla de regusto amargo y marcada por la violencia de género.

Ennio Morricone se viste de Bernard Herrmann y, echando mano de un ejército de violines de fina catadura, puntúa con su inquietante música el agobio de esas escaleras circulares (y por momentos rocambolescas) por las que subirá y bajará, en numerosas ocasiones, su protagonista femenina. El de ella es un recorrido orquestado con la única finalidad de lograr un propósito que a algunos les parecerá oscuro e incluso inmoral. Pero todo es válido en su personal trayecto. Los efectos colaterales le importan un bledo. Y es que, para conseguir su objetivo, deberá salvar (y saldar) un montón de obstáculos.

Ella es Irena (excelente la composición que hace con su papel la actriz rusa Kseniya Rappoport), una mujer ucraniana, inmigrante en tierras italianas, que ha escapado de las mismísimas garras del diablo. En su fuga se ha hecho con un suculento botín monetario. Atrás, deja un mundo lleno de vejaciones y malos rollos. Ahora sólo queda recuperar aquello que le fue arrebatado... aunque su plan no es tan fácil como parecía a simple vista. El pasado suele interferirse, resultando en extremo molesto y doloroso.


Tornatore afila bien su cámara y su ingenio. Aprovecha el recorrido metódico, accidentado y emotivo de la desesperada Irena, para situar en la picota a la trata de blancas, a las mafias procedentes del este de Europa y a la despiadada adopción ilegal de niños. Y lo hace con energía, mediante un sinfín de flash-backs rápidos y escalofriantes; imágenes, todas ellas, que describen a la perfección el desconsuelo de una mujer dispuesta a todo con tal de borrar un ayer que le roba el sueño.

La Desconocida es un film que duele. Perturba y suelta verdades como puños, sin necesidad de recurrir a trasnochadas discursivas. Va al grano, arremetiendo con todo aquello que le estorba. La cuestión es extirpar cuanto antes la espina que Irena lleva clava en lo más hondo de su corazón. A veces, para ello, Tornatore hace trampa y juega demasiado con lo imposible. Pero, en este caso y debido a la contundencia de la propuesta, merece la pena desviar la mirada de cuantas truculencias y detalles no muy creíbles se escondan en su guión.

Y al final, para hacer más digeribles la cantidad de bofetadas que ha soltado a lo largo de la proyección, el director siciliano obsequia a la platea con un epílogo tierno y emotivo, de lo más dulce y sin caer en momento alguno en el maniqueísmo de la lágrima fácil. Un tipo inteligente el Tornatore.

27.9.08

26.9.08

Ustedes lo han querido: HISTORIAS DE LA RADIO

José Luis Sáenz de Heredia, el encargado de llevar a la gran pantalla la fascistoide y propagandística (y hoy en día risible) Raza –escrita por el innombrable Francisco Franco-, se planteó Historias de la Radio como un sentido homenaje al mundo de la radio y a todos aquellos que la hicieron posible. Una radio totalmente distinta a la que conocemos en la actualidad: la televisión aún no había llegado a España, y ese instrumento de comunicación era la única distracción de los que poblaban un país sometido a las absurdidades de una férrea dictadura.

Tal y como retrata fielmente el film, se trataba de una radio puramente de evasión, en la que casi no existían boletines informativos, a no ser por los que cada hora (y controlados hasta el más mínimo detalle) emitía Radio Nacional y a los que, por decreta ley, debían de engancharse desde el resto de emisoras nacionales. Esto es lo que le ocurría, a mediados de los años 50, en Radio Madrid, ya por entonces de la SER y, por arte y gracia de Sáenz de Heredia, la protagonista y conductora de los tres relatos que componen Historias de la Radio.

Seriales, musicales y concursos, formaban parte de la programación de Radio Madrid, al igual que sucedía en el resto de compañías radiofónicas de la España franquista. Una radio convertida en la única agarradera para los habitantes de un país pobre y que aún arrastraba secuelas de la cruda posguerra; una radio al servicio de unos ciudadanos que se levantaban al toque de las clases de gimnasia matinales y se acostaban con los obligados programas religiosos de última hora.

Los espacios cara al público se convirtieron en los más populares de la década. Precisamente, sobre estos concursos, giran las tres historias de la que consta la cinta. Tres episodios que, sin renegar de un sano (y blanco) sentido del humor, rezumaban cierta moralina social y política y, ante todo, una fuerte carga de solidaridad y de espíritu de sacrificio.

Magníficos resultan los dos primeros de ellos. El que abre la película (sin lugar a dudas el más fresco de todos), protagonizado principalmente por los entrañables Pepe Isbert y Gustavo Re (con la colaboración incluida de gente como Tony Leblanc o José Orjas), mostraba la pugna entre dos hombres de edad avanzada que, disfrazados de esquimales y con la compañía de un perro, acudían raudos a los estudios de Radio Madrid tras oír, a través de las ondas radiofónicas, la llamada a presentarse a lo largo de un concurso vestidos de esa guisa. Al que llegara antes, le sería entregado un codiciado premio en metálico. Una overtura deliciosa antes de entrar en disquisiciones sociológicas más discutibles.

La segunda propuesta narra los avatares (en exceso moralistas y con una fuerte carga religiosa a cuestas) de un hombre desesperado que, justo en el momento en que está robando en el domicilio de su casero, atiende una llamada telefónica realizada, al azar y en directo, durante la retransmisión de un concurso radiofónico. Acudir al estudio y acreditar ser la misma persona que consta en la guía telefónica, son los dos únicos requisitos necesarios para ganar una considerable suma de dinero. Un sobresaliente Ángel de Andrés daba vida a ese individuo dispuesto a cambiar su ruinoso destino con un pequeño hurto.

Curiosamente Woody Allen, inició la espléndida Días de Radio con un gag calcado al anterior; un detalle éste que hizo correr ríos de tinta y comentarios de todo tipo sobre la posibilidad de que el realizador de Vicky Cristina Barcelona sacara la idea del guión urdido en 1955 por José Luis Sáenz de Heredia. Robado o no, las intenciones de cada uno de ellos fueron totalmente distintas: mientras el español aprovechaba para disertar sobre el arrepentimiento y el catolicismo, Allen (¡por suerte!) no cayó en ningún tipo de reflexión ética.

El toque coral y rural, tan típico de nuestra filmografía, también tenía su rinconcito en el corte que cerraba Historias de la Radio. En él, un niño enfermo con la oportunidad de salvar su vida sometiéndose a una operación quirúrgica en Suecia, se ve apoyado por la solidaridad de todos los vecinos de su pueblo. Entristecidos por no haber recaudado la cantidad suficiente para gestionarle el viaje, decidirán enviar al maestro de la aldea a concursar en el Doble o Nada de Radio Madrid. Los desaparecidos José Luis Ozores y Xan Das Bolas, vistiendo el primero una sotana y el segundo el uniforme de Guardia Civil, encarnaban, junto a otros grandes secundarios del cine español, a las fuerzas vivas de un país entristecido que sólo tenía en el cine y la radio sus únicas vías de escape (siempre que la censura lo permitiera)

A pesar de sus claras (y tendenciosas) intenciones políticas, Historias de la Radio ha quedado como un título clásico de una época en concreto. El oficio de sus actores y la virtuosa artesanía de Sáenz de Heredia tras la cámara, obraron el milagro. Hoy en día se ha de disfrutar como una obra de arte arcaica e irrepetible y, ¡cómo no!, como un tierno y bienintencionado tributo a aquellos que hicieron posible la fantasía de la radio en un tiempo imposible; una radio que, con sus lógicos cambios y avances, aún en la actualidad, sigue siendo tanto o más popular que entonces. Diez años después, el avispado Pedro Masó, contando con el mismo director y siguiendo un esquema argumental similar, produjo Historias de la Televisión.

De parte de Spaulding, reciban un fuerte beso en la frente todos los profesionales del mundo radiofónico (excepto ese cizañero insolente que trabaja en la COPE)

24.9.08

Conservas Masó

Empezó en eso del cine a muy temprana edad, trabajando como botones en los madrileños Estudios Chamartin. En 1954 llevó a cabo su primer guión (Como la Tierra) y un par de años más tarde, escribió y produjo el largometraje coral ¡Aquí Hay Petróleo!, debutando en la dirección, un par de décadas después, con Las Ibéricas F.C. Atendía por el nombre de Pedro Masó y hoy, con su muerte, desaparece un pedazo inmenso de la historia del Séptimo Arte en España y, por extensión, de todo un país.

Más de 80 películas producidas, una quincena de dirigidas y más de un centenar de guiones, han marcado el camino de un hombre que se caracterizó por apostar por un cine popular y sin complejos. En su faceta como productor desfiló desde la comedia más familiar y costumbrista hasta la del típico spanish show de boina encasquetada, mientras que, como realizador, coqueteó a menudo con el melodrama social, político y erótico. Un poco de todo al servicio de un público sediento de dobles sesiones en los viejos cines de barrio.

Detrás de la cámara, contó a los españolitos de a pié que significaba eso tan raro de la "experiencia prematrimonial"; a través de un grupito de guapas adolescentes, nos acercó hasta el soterrado mundo de la pornografía en el Londres de los años 70; violó y posteriormente encerró en prisión a una menor, acusándola de un crimen injusto; con la ayuda de un poco de miel, logró que un mojigato con la cara de José Luis López Vázquez babeara por la mismísima Jane Birkin y, ya en los 80, abogó por la Ley del Divorcio; una ley que venía y nunca llegaba.

En su vertiente como productor, y en plena Navidad, perdió al pequeño Chencho por las calles de Madrid para desgracia de su gran familia: dejó bien claro que la ciudad no era para PacoMartinezSoria; montó a una monjita testaruda en un Citroen; descubrió a muchos alcaldes que el turismo es un gran invento y, entre otras proezas, disfrazó de astronautas a Tony Leblanc y a Locomotoro.

Su cine puede gustar o no. Lo que es innegable es que, a golpe de celuloide, fue plasmando en imágenes la historia de un país y de un tiempo que ya ha quedado atrás. Cine en conserva, con demasiado almíbar pero, en el fondo, todo un díptico histórico del que no podemos renunciar.

Descanse en paz.

23.9.08

No es una noche de Halloween, pero casi casi...

Los Extraños es un film sencillo, de bajo presupuesto y con resultados finales excelentes. Su realizador, el debutante Bryan Bertino, ha optado por recurrir a la estética y el estilo visual de las cintas de horror de los 70 otorgándole, al mismo tiempo, un toque de violencia más radical y, por lo tanto, más cercano al tratamiento de este género en la actualidad.

Practicar la violencia por la violencia, sin ningún razón aparente, es un hecho que se constata día a día en las calles de este mundo en que nos ha tocado vivir. Y ello lo deja bien claro el realizador tejano cuando, basándose en un caso verídico ocurrido hace unos cuatro años en su país de origen, se aproxima a la noche infernal que sufrió una pareja durante lo que tenía que ser una velada romántica en la casa de verano propiedad de los padres de él; una vivienda solitaria y rodeada de árboles, justo en medio del bosque.

El tal Bertino (un nombre a tener en cuenta a partir de ahora) se toma su tiempo antes de poner en marcha el detonador. Con extrema tranquilidad presenta a sus dos protagonistas, Kristen y James, y nos aproxima al mal trago sentimental por el que están pasando. Su reposada (aunque tensa) narración, la tenue iluminación de interiores y una trabajada y escalofriante banda sonora, van situando al espectador en un claro estado de alerta. Algo fuerte va a suceder, cosa que se palpa gracias a la asfixiante atmósfera que ha ido creando de forma magistral y minuto a minuto.


La sabia utilización de la música, sumada a unos cuantos golpes soltados con los puños de un desconocido (¿o desconocida?) sobre la puerta principal de la morada, suponen sólo el principio de una imparable pesadilla en la que, sombras y caretas aterradoras, se unirán para terminar de descomponer a una pareja ya emotivamente tocada. Una muy peculiar noche que, sin ser la de Halloween, transmutará a una mayúscula e insuperable Liv Tyler en una doble de aquella jovencita Jaime Lee Curtis que, hace ahora justo 30 años, huía despavorida de las sangrientas cuchilladas de un sádico Michael Myers.

La sinrazón estalla porque ha de estallar; no hay vuelta de tuerca. La ilógica de la violencia empieza a campar en forma de siluetas encapuchadas. Disparos, hachazos, dolor... Un crescendo brutal, salpicado de rojo, que culminará con el nacimiento del nuevo día. Atrás quedan un par de botellas de champagne, un anillo de compromiso, un montón de pétalos de rosa y algún que otro paquete de cigarrillos por estrenar. Por delante, aún quedan más cuerpos con los que ensañarse a destajo. Aunque le sobre un innecesario plano a lo Carrie, el final no es más que otro principio.

Una manera distinta (y sin embargo clásica) de filmar el horror: poco a poco, sin prisas, igual que una muerte lenta y agónica, creando tensión a cada paso que da. Un ambiente enfermizo y terrorífico, capaz de potenciar al género hasta límites no muy explorados, jugando con lo manido aunque sin caer en el tópico ni resultar repetitivo; siempre en la frontera. Un producto altamente recomendable a todos aquellos que añoren al John Carpenter de hace unas cuantas décadas; igual que en las más angustiosas noches de Halloween, pero sin calabazas ni caramelos.

22.9.08

El padrecito, el topo, su mujer... y otras cosas de meter

Según el propio José Luis Cuerda, Los Girasoles Ciegos es el film del que se siente más orgulloso hasta el momento. Disintiendo con su opinión, encuentro mucho más cercano, emotivo y compacto La Lengua de las Mariposas, un título que posee varios puntos de contacto con la actual adaptación cinematográfica de la novela del desaparecido Alberto Méndez, empezando por la colaboración en el guión del llorado Rafael Azcona (a quien ha dedicado la película). pero que, al contrario que la protagonizada por Fernando Fernán Gómez, peca de un final en exceso conformista y muy poco creíble en referencia al destino de uno de sus personajes principales.

Mientras La Lengua de las Mariposas estaba ambientada justo antes de estallar la Guerra Civil, Los Girasoles Ciegos se sitúa en Orense en 1940, un año después de finalizar la contienda. Los de la posguerra fueron unos tiempos de oscurismo y terror. Militares y sotanas eran el claro símbolo de una España ciega de tanto tostarse cara al sol. Un país dividido, en el que los perdedores debían someterse a los caprichos de la política y los dictados de la religión. Un país en el que algún que otro republicano, atemorizado ante la posibilidad de caer en manos de los nacionales, decidió esconderse de por vida ya desde los incios del conflicto bélico, tal y como hizo Ricardo, un personaje clave en el film.

El citado Ricardo, su esposa Elena y Salvador -un diácono recién llegado del frente al que aún le faltan 12 meses para ser ordenado sacerdote-, forman un atípico triángulo al que hay que añadir la presencia del pequeño Lorenzo, el hijo menor fruto del matrimonio y, al mismo tiempo, alumno del eclesiástico. El topo, su mujer, su niño y el calentorro del padre Salvador; un religioso convencido de que Elena es una (tentadora) madre viuda a la que podría ofrecer consuelo.

En segunda línea, y totalmente desdibujados, avanzan hacia ninguna parte otros personajes (como la embarazada hija mayor de la pareja y su compañero) quienes, debido a su falta de definición sobre el papel, resultan totalmente innecesarios en relación a la trama central y que, en el fondo, tan sólo sirven para alargar unos cuantos minutejos el metraje.

Los Girasoles Ciegos no ofrece nada nuevo a un género que en España fue, y sigue siendo, el pan nuestro de cada día para muchos directores. La guerra y las miserias de la posguerra; una propuesta que empieza a resultar cansina y que, en general, siempre gira sobre los mismos elementos. De hecho, lo más remarcable del trabajo de Cuerda estriba en su perfecta dirección escénica y artística, capaz de transportar al patio de butacas hasta las calles de una Orense provinciana y de total credibilidad, tanto por su aspecto visual como por el insinuado retrato de los usos y costumbres de unos habitantes que vivían en la incerteza total.


Maribel Verdú, en su plena madurez interpretativa, construye a la perfección a una mujer insatisfecha y cansada de vivir aferrada a una mentira, al tiempo que un irregular e inexpresivo Javier Cámara no acaba de encajar en el rol de Ricardo, un tipo que se desenvuelve (siempre en pijama) entre la cobardía y la testarudez ideológica (aunque decantándose ampliamente por lo primero.)

Dejando a un lado la repelente y cargante actuación del pequeño Roger Princep (el mismo niño que protagonizara El Orfanato), interpretativamente hablando, lo mejor de la cinta se localiza en la sorprendente recreación que del padrecito Salvador hace un desconocido Raúl Arévalo. Y digo desconocido porque, por vez primera y alejándose de los quincorros a los que suele encarnar, cambia por completo de registro y logra dotar a su obsesionado diácono de un sinfín de matices que ayudan a comprender mejor la lucha interna de un ser que, temiendo a la condenación eterna por el pecado de la carne, se muestra dispuesto a todo con tal de catar la manzana de esa Eva con el rostro de Maribel Verdú. Curiosamente, con su labor, el personaje más oscuro y resbaladizo del film se convierte en el más atractivo para el espectador, desbancando incluso la fuerza innata que siempre ha caracterizado los trabajos de su partenaire femenina.

Mas (y sin profundizar) sobre esa España funesta que, para bien o para mal, se ha convertido en recurso fácil para muchos cineastas, empezando por el mismo José Luis Cuerda, un hombre que se movía de forma más cómoda y convincente con sus primeras comedias; aquellas en las que, a golpe de surrealismo, esbozó algunos de los mejores retratos costumbristas de nuestra piel de toro más rural.

19.9.08

Entre cuatro aguas

Vicky Cristina Barcelona es, a mi parecer y con distancia, la peor película de la vasta filmografía de Woody Allen. Hasta ahora, consideraba a Todo Lo Demás su gran fiasco, pero con su descarada postal turística de Barcelona (con retrato incluido de Pasqual Maragall junto a su actual alcalde, Jordi Hereu), el bueno de Woody se ha superado a sí mismo. Y es que, al ritmo de una película al año, el cansancio y la falta de inspiración acaban pasando factura.

Gaudí y Modernismo por un tubo (la Sagrada Familia, el Parque Güell, la Pedrera y el Hospital de Sant Pau), unas pinceladas de Miró (empezando por el mural que preside la fachada del aeropuerto de El Prat y terminando con su Museo), la decadencia del Parque de Atracciones del Tibidabo o, ¡cómo no!, las siempre abarrotadas Ramblas, adquieren mucho más protagonismo que los endebles personajes creados para esta especie de cuento sentimental (y cuadrangular) que el cineasta neoyorquino ha querido colarnos. De hecho, Vicky Cristina Barcelona parece una película de encargo con la intención de promocionar el turismo en la capital catalana y, de paso (para no resultar demasiado acaparador), en las ciudades de Oviedo y Avilés, a las que también dedica unas cuantas postalitas. Y es que dicen que favor con favor se paga... (por algo le dieron el premio Príncipe de Asturias, ¿no?)

La historia es la de siempre. No hay sorpresas que valgan. A Woody Allen, desde la magnífica Annie Hall, le encanta disertar sobre las relaciones sentimentales (y humanas, en general). Tantísimo le gusta al hombre que, con el paso del tiempo, la mayor parte de sus títulos terminan por sobreponerse y formar una sola película. El amor, el desamor, el matrimonio y el adulterio, de nuevo, vuelven a formar parte de su guión pero, en esta ocasión, de forma acartonada. La frescura que (salvo excepciones) se desprende de los diálogos de su cine, ha desaparecido y, a pesar del libertinaje con el que dibuja a la mayoría de sus personajes, dan la impresión de haberse encorsetado.

Dos turistas norteamericanas, un pintor (no precisamente de brocha gorda) y su desquiciada ex, conforman los cuatro ángulos entre los que Allen paseará su cámara (esta vez comandada por el vasco Javier Aguirresarobe). Vicky, Cristina, Juan Antonio y María Elena. O, lo que es lo mismo, Rebecca Hall, Scarlett Johansson, Javier Bardem y Penélope Cruz. Vicky, la recatada; Cristina, la rumbosa; Juan Antonio, el macho ibérico por excelencia y María Elena, la desposada. Todos ellos (a excepción de la ) muy aburguesaditos y bien aposentados, tal y como mandan los cánones en el microcosmos del realizador.

Sentimientos, escarceos, triángulos y todo lo que pueda terciarse entre ellos, quedan eclipsados por la abusiva presencia de esa Barcelona tan egocéntrica y, ante todo, por una puesta en escena y un guión que se me antojan precipitados; como si se tratara tan sólo de cubrir el expediente y “a otra cosa mariposa”. La ley del mínimo esfuerzo; una ley que se manifiesta a través de una voz en off que actúa de conductora y narradora y que, en el fondo, le ha ahorrado un montón de líneas en su poco esmerado libreto. Él (para sus adentros y sus bolsillos) ya ha cumplido su compromiso con Barcelona, aunque sea a trancas y barrancas.

Una jet set de opereta barata de la que -al ritmo machacón de la Barcelona de Giulia y Los Tellarini y la maravillosa Entre Dos Aguas de Paco de Lucía-, tan sólo cabe destacar la sobriedad con la que afronta su papel la británica Rebecca Hall y el muy natural desparpajo cañí de una espléndida Penélope Cruz; una interpretación, esta última, que sólo podrán disfrutar al cien por cien aquellos que opten por la versión original subtitulada.

Los tiempos de la magistral Zelig, por desgracia, han quedado en el pleistoceno. Woody Allen debe recargar baterías o espaciar su ritmo de rodajes. Les aseguro que hay agencias turísticas que obsequian a sus clientes con catálogos de Barcelona mucho mejor perfilados.

16.9.08

El club de asesinos

A lo de Wanted (Se Busca) se le llama rizar el rizo. Pero lo riza bien, con gracia y ritmo; mucho ritmo. Ya desde su primera escena de acción, en la que un tipo salta de un rascacielos a otro en el más puro estilo Matrix, Timar Bekmambetov, su director, deja bien claro al espectador que se trata de un film claramente de evasión. La filosofía de lo increíble conducida hasta las últimas consecuencias. Para el realizador ruso (el responsable de Guardianes de la Noche y su secuela), la única máxima que vale en su debut norteamericano es la de entretener. Y la verdad es que, sin tener apenas guión, lo consigue ampliamente.

La historia que narra es lo de menos. La existencia de una Fraternidad de Asesinos que, tras la muerte de uno de sus mejores hombres, ficha al hijo del difunto para adiestrarlo en el arte del crimen, no es más que una mera excusa para dar rienda suelta a que sus protagonistas ejecuten un sinfín de acrobacias y locuras siempre apoyados, inevitablemente, por una ingente carga de efectos digitales y centenares de litros de mercromina.

Tampoco hay que buscar en ella grandes interpretaciones. Los tiros de la película no van por ahí. La cuestión es dejarse llevar y disfrutar con los tatuajes (y las piernas) de una brutota Angelina Jolie, de la presencia de un Morgan Freeman haciendo de Morgan Freeman (inefable hasta rodeado de efectos especiales) y de un James McAvoy metido accidentalmente a héroe de acción; un héroe que, en su preparación física y bebiendo un tanto de El Club de la Lucha, denota su puntito (o mejor dicho, puntazo) de sadomasoquismo; detalle, este último, que ha provocado que los más moralistas del lugar la tilden de hacer apología de la violencia.

A mi parecer, la cinta (que no se avergüenza en absoluto de su bastorro sentido del humor), no es más que una sátira cachonda sobre la neura de muchos realizadores actuales por plasmar, en primerísimos primeros planos, la trayectoria de las balas. La cámara, en numerosas ocasiones, sigue el camino de éstas desde que salen del cañón hasta que impactan en su blanco; proyectiles que son disparados por verdaderos profesionales del crimen y que, al igual que los buenos futbolistas, saben darle incluso un efecto único para cambiar la línea recta habitual de su rumbo y penetrar en el cuerpo de sus víctimas.

De filmación impecable, por muchos movimientos y rodeos que realice en sus inagotables escenas de acción, no hay el más mínimo detalle que se le escape al objetivo de Bekmambetov; un realizador que, puliendo asperezas y contando con un guión mínimamente potable, en un futuro puede darnos alguna que otra sorpresa dentro del género.

Un festín de disparos, explosiones varias, luchas cuerpo a cuerpo y numerosas persecuciones y piruetas automovilísticas que, a buen seguro, hará las delicias de los amantes de este tipo de cine: sin comidas de coco ni demasiados planteamientos morales. A lo bestia y con la directa puesta; todo un tebeo cinematográfico que se ampara en la novela ilustrada, compuesta por seis volúmenes, de Mark Millar y J. G. Jones. Ideal para pillar una malsana indigestión de palomitas.

15.9.08

Se abre la veda

Un hombre solitario conduce un automóvil por una carretera de Castilla. Un alto en el camino. Un polvo rápido con una desconocida en los lavabos de una gasolinera. Un billetero birlado... Se reemprende el viaje. Sigue solo, sin compañía, al frente del volante, aunque decide cambiar su rumbo para ir tras la cartera desaparecida. A mitad de un laberíntico y empinado camino, suena un disparo y una bala impacta en su coche... Se acaba de abrir la veda de caza.

Éste es el magnético inicio con el cual Gonzalo López-Gallego abre El Rey de la Montaña, su tercer largometraje y el primero de encargo en su carrera. Un thriller brillante, sobrecogedor y con claras referencias al cine de Narciso Ibáñez Serrador y, sobretodo, a El Malvado Zaroff, ese pedazo de clásico de la Universal en donde la cacería del hombre tomaba un protagonismo terrorífico.

En el film del realizador madrileño, los principales (aunque no únicos) objetivos a eliminar son él y ella; o sea, los dos amantes casuales de la estación de servicio, unos espléndidos María Valverde y Leonardo Sbaraglia, dos elementos imprescindibles para ayudar a crear la tensa atmósfera que se mantiene durante todo el metraje. Ella es Bea, una joven con inclinaciones cleptómanas; él, Quim, un individuo totalmente incapacitado para afrontar los momentos difíciles con un mínimo de dignidad: un tipo que, ante el peligro, optará por lloriquear antes que desafiarlo. En este aspecto, y con respecto a otras cintas en las que una pareja vive un episodio al límite, resulta ciertamente original e inteligente el cambio de roles psíquicos que aplica el guión a sus dos personajes principales.

La belleza natural de las frondosas montañas y el escondite consustancial que abrigan árboles, matos y rocas, se convierten en otro enemigo más a tener en cuenta. Para dos personas con los nervios a flor de piel, es prácticamente imposible acertar en que lugar del bosque se ocultan esos cazadores invisibles dispuestos a acabar con sus vidas. Las balas llegan de todos lados; sobrevivir es la única meta para ambos. Ni siquiera saben quién se oculta tras los disparos o el porqué de tanta violencia. Sólo tienen clara una cuestión: ellos son la diana; una respuesta más que suficiente para echar a correr.

El Rey de la Montaña mantiene su firme pulso a lo largo de toda la proyección. No hay ni un solo minuto innecesario o que rebaje la fuerza de la propuesta. Al contrario; desde que empieza hasta que finaliza y debido a su trepidante ritmo narrativo, se asemeja a una montaña rusa desbocada y plagada de curvas peligrosas. Un crescendo imparable, potenciado en todo momento por el miedo del individuo a lo desconocido e incluso, en muchas ocasiones, situando al espectador en el mismo punto de vista de Quim, el personaje de Sbaraglia: el de una perspectiva ciega y generalmente nula, capaz de definir al cien por cien el apocamiento de aquel que prefiere esconderse antes que prestar alguna que otra ayuda a sus congéneres.

Un trabajo contundente, visceral y de una crueldad escalofriante; de aquella en la que el sonido de un disparo casi siempre va acompañado de un chorro de sangre. Igual que en los video-juegos: recargar y disparar..., recargar y disparar..., rápido, afinando la puntería y sin dejar escapar el más mínimo movimiento. Cobardía, heroísmo, dolor, rabia, maldad, desesperación, fatalidad...; de todo un poco y al servicio de un film sobresaliente que nada tiene que envidiar de ciertos (y sobrevalorados) productos de acción norteamericanos.

Y apúntense la moraleja: no follen en los aseos de las gasolineras, que luego se me van a perder por los bosques.

13.9.08

Spaulding IV

Cuatro niñas guapas...

Cuatro niños guapos... Cuatro calvorotas... Cuatro gafapastas...
Cuatro muñecotes...
Cuatro Spauldings... Justo hoy, hace cuatro años que nació Spaulding's blog. Incluso la tatarabuela Amy se ha unido a la fiesta. A todos ustedes, y de parte de la encantadora anciana, un fuerte beso en la frente.