31.5.07

Ustedes lo han querido: LAS VAMPIRAS

Las Vampiras, también conocida popularmente como Vampyros Lesbos, es uno de los máximos exponentes del cine de Jesús Franco; un cineasta al que, desde hace unos años, se le está sobrevalorando más de lo necesario. La precariedad con la que ejerce su oficio, ha sido uno de los motivos por los cuales existe esa corriente de simpatía hacia uno de los personajes más basureros y falsamente intelectuales de nuestra cinematografía, al que sólo le faltaba (para ser aún más ensalzado de lo debido) haber trabajado como asistente de dirección bajo las órdenes del prestigioso Orson Welles.

Es innegable que, en Las Vampiras, la falta de presupuesto resulta un hecho evidente. Su escenografía, cada uno de sus planos, la caótica manera de resolver la mayoría de sus escenas y el apremiado montaje -lleno de cortes bruscos en sus inserciones-, así lo demuestran. Pero teniendo en cuenta que se trata de un realizador que, en sus años más productivos, realizaba hasta diez películas seguidas (¡a cual peor!) y cuya media habitual, desde que empezó a filmar, se encuentra en unos seis títulos anuales, la excusa de esa artesanía con que suplía la escasa financiación de sus productos no me es válida en absoluto. Posiblemente, si en lugar de derrochar las cuatro perras que poseía hubiera ahorrado un poquito, esos 10 nefastos títulos que llegó a estrenar, en varias ocasiones, a lo largo de un año, se podrían haber convertido en uno solo: a buen seguro, otro gallo nos cantara. Trabajar a la bruto tiene sus problemas.

De todos modos, y conociendo bastante bien buena parte de su vasta filmografía, me da en la nariz que el tío Jess no tenía ni idea de cómo colocar una cámara y, al mismo tiempo, ignoraba la existencia de un interesante e imprecindible concepto que atiende por narrativa cinematográfica. Sus películas son rematadamente lentas y pésimamente realizadas (por mucho que algunos se empeñen en opinar todo lo contrario). En ellas no se encuentra ni un mínimo asomo de calidad visual, siendo su mayor filigrana perceptiva la utilización constante de abruptos golpes de zoom. En concreto, durante la revisión de Las Vampiras, llegué a contar unos 4 o 5 zooms por cada dos minutos de metraje. Un récord que sólo sirve para tirar la toalla y montar una verdulería en un mercado central de abastos.

Las Vampiras la urdió en compañía de otro que tal, el amigo Jaime Chávarri, con quien escribió un guión que recurría el original literario del Dracula de Bram Stoker con la malsana intención de cambiarles el sexo a la mayoría de sus personajes. Así, por ejemplo, el conde Dracula se pone en la piel de una figura femenina bajo el nombre de la inmortal condesa Nadine, una chupasangres ninfomaníaca que, tras haber dado muerte a todas sus esclavas dejándolas sin una gota de plasma en su cuerpo, intentará introducir (en el buen sentido de la palabra) en el tenebroso mundo de los muertos vivientes a Linda Westinghouse, una belleza de aspecto nórdico que, a pesar de llevar un apellido tan comercial y significativo, es totalmente incapaz de refrigerarse a sí misma en los momentos más comprometidos; en realidad, esa mujer rubia -a la que le encanta lucir parte de sus nalgas- es el polo opuesto a una nevera: Butaterm hubiera sido el mejor apelativo para una moza tan calenturienta.


Y es que a la Nadine y a la Linda se les va la olla en medio de sus múltiples exploraciones cunnilíngulas y mamatorias. Medio metraje entero, entre churrupaica y churrupaica (que por algo son vampiras), se lo pasan metiéndose la lengua por los rincones más inesperados y recónditos de su cuerpo; un detalle este que, sin lugar a dudas, puso de los nervios a la censura española de los años 70, con lo que el bueno del tío Jess se vio obligado a realizar una doble versión para que la pudiéramos disfrutar (aunque fuera a cachitos) los españolitos de la cultura del 850 y el Simca 1000. Una doble versión que, en realidad, no era más que la eliminación, por lo sano, de cuantas escenas eróticas tuvieran cabida en la película. Una posterior alteración del montaje y la inclusión de escenas exentas de sexo que fueron descartadas originalmente, dieron como resultado el film que hemos podido ver hasta hace muy poco, pues el propio realizador, ante su edición en DVD y la exhibición (hace un par de años) en el programa La Noche del Cine Español de La 2, la remontó de nuevo tal y como se había conocido allende nuestras fronteras.

Ayer mismo, antes de colgar este post, revisé ambas versiones. Tras ello, puedo asegurarles, con toda la tranquilidad del mundo, que la censura le hizo un inmenso favor a Jesús Franco y a su coleguilla Jaime Chávarri pues, con los cortes impuestos, consiguieron que las copias difundidas en España contuvieran un halo de falsa intelectualidad que, en la época, volvió locos de remate a un buen número de progres (ahora también llamados gafapastas) que intentaron descubrir -entre sus angulares imágenes y diálogos para besugos- segundas, terceras y cuartas lecturas. En realidad, repasando su versión uncut, sólo me queda una única lectura (por mucho que ciertos personajes no quieran admitirla): simple y llanamente, Las Vampiras es un film erótico sin más, de aquellos que por estos lares bautizaron como de cine “S”.


Lo mejor de Las Vampiras (si es que a un film tan desastroso y deslavazado como éste se le puede hallar álgún punto positivo) se encuentra en la presencia de la malograda y guapísima Soledad Miranda, una belleza sevillana que, pocos días antes de estrenarse el film, murió en un accidente de coche en una carretera portuguesa. Y es que, aquella mujer, de mirada oscura y pelo negro, era la Nadia ideal, la vampira lesbiana a la que poco le costaba hacer caer en sus redes a otras chicas tan espléndidas como Ewa Strömberg (la Linda tentada por los placeres carnales de su dueña y señora) o Heidrun Kussin (Agra en el film) una sensual muchacha que, retenida en la clínica del Dr. Alwin Seward (el forzadísimo alter ego del profesor Van Helsing), vivirá perturbadoras y onanistas pesadillas en las que volverá a encontrarse con la condesa que la vampirizó.

El otro día -y desde esta misma página- les hablaba de Las Películas de Mi Padre, un título recién estrenado que, dirigido por el ex crítico cinematográfico Augusto M. Torres, denota cierta simpatía por la figura de Jaime Chávarri y del universo casposo del cine de Franco. No sé si debe tratarse de una constante en las películas de estos pilares fundamentales de nuestra filmografía pero, al igual que el Augusto Emepunto aseguraba que le encantaba que su equipo de filmación saliera reflejado en los espejos, en Las Vampiras, varios son los momentos en los que los foquistas, microfonistas y el cámara, amén de otro tipo de personal de asistencia, se destacan en pantalla claramente cada vez que un cristal, una ventana o cualquier obstáculo metalizado se interpone entre la cámara y el objetivo principal de ésta.

Y es que no hay nada mejor en este mundo que echarle morro a las cosas y, en lugar de reconocer un error de filmación, afirmar que se trata de una constante consciente y clásica en el tipo de cine que ellos idearon: el cine malo y cochambroso que siempre ha realizado el bueno del Jess quien, por cierto, también tiene un par de apariciones estelares en su su film, dando vida un vigilante nocturno de un tenebroso hotel al que le encanta practicar jueguecitos morbosos y peligrosos con las huéspedes del local. Para más señas, cuantas turistas estén interesadas en las perversiones de Memmet (así se llama su personaje), sepan que lo encontrarán ubicado en las oscuras bodegas del establecimiento y bajo el acompañamiento musical de una peculiar banda sonora compuesta, a alimón, por el propio Franco, Manfred Hübler y Sigi Schwab: una especie de sinfonía macabra y machacona que la podría haber creado el mismísimo Ravi Shankar en sus momentos más delirantes bajo los efectos del LSD.

Hace años, muchos años, que tenía ganas de decir bien alto (y en contra de la opinión general) que Jesús Franco es uno de los peores directores de la historia del cine. Ed Wood, a su lado, es todo un genio. Perdónenme, pero es que ayer tuve el valor de tragarme las dos versiones, una detrás de otra. Y eso duele de una manera que no se lo pueden ni imaginar.

30.5.07

Lo que sería del juez Garzón si hubiese nacido mujer y en Francia

Claude Chabrol, con casi 70 años de edad, aún sigue siendo uno de los realizadores franceses en activo con más prestigio y del que -a pesar de su irregularidad a lo largo de su dilatada carrera- siempre ha resultado tentador acercarse a ver sus nuevas películas. El suyo, en general, ha sido un cine social y políticamente comprometido, tal y como demuestra en Borrachera de Poder, su último film estrenado, una denuncia a la endeblez del sistema judicial francés y a las presumibles conexiones entre grandes empresas y la clase política.

La ya madura pero aún estimulante Isabelle Huppert –la actriz fetiche por excelencia del director-, es la encargada de dar vida a Jeanne Charmant-Killman, una recta y dura juez de instrucción que, en el mejor estilo Baltasar Garzón, inicia una investigación sobre el presidente de un destacado grupo industrial, del que se sospecha un posible delito de malversación de fondos. La persistencia en sus indagaciones, y el hecho de ir desentrañando demasiados puntos oscuros que involucran en la trama a varios personajes influyentes, harán que empiecen a caer sobre ella numerosas presiones y veladas amenazas. Su dedicación exclusiva al tema terminará por afectar directamente en sus relaciones más íntimas.

Un argumento prometedor y muy en la línea de otros trabajos de su autor que, en este caso y a pesar de la perfecta interpretación de una modélica Huppert, no acaba de entrar a fondo en la historia. En Borrachera de Poder se ha limitado a lo más sencillo: trazar cuatro pinceladas iniciales atrevidas para después, en su última parte, optar por el camino más básico y trillado. Una suave borrachera sin resaca aparente.

La impresión de tratarse de una película ya vista en anteriores ocasiones (e incluso de modo más crítico), hacen de ésta un título menor en la carrera de un inquieto cineasta que, al igual que Woody Allen, parece disfrutar colocándose anualmente tras la cámara. De todos modos, no por menos logrado que otros films suyos, deja de ser una propuesta mínimamente interesante. Al menos, a mi parecer, vale la penar enfrentarse a esta intriga socio-política aunque sólo sea para disfrutar con sus primeros quince minutos de proyección, durante los cuales, la figura de un empresario estresado, alérgico y al límite de sus facultades, queda absolutamente ridiculizada mediante un caricaturesco y cínico retrato. En esa patética imagen, a la que da vida un excelente François Beléand (el director de la escuela de la popular Los Chicos del Coro), verán reflejados a ciertos miembros de la jet set española que, en alguna que otra ocasión, han sido pillados con las manos en la masa.

Un punto más de valentía y agresividad en su exposición, habrían hecho de Borrachera de Poder un título mucho más compacto pues, en realidad, (y a pesar de la buena intención de su director), se queda en la parte más superflua del conflicto: aquella que leemos en los titulares de la prensa diaria. Y punto.

29.5.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Londres-Manhattan

El único punto en común entre el recién estrenado Alta Sociedad y el film homónimo de 1956 estriba en que, en ambos, el núcleo principal de sus respectivas y distantes historias se centra en la aristocracia. Es tan sólo una mera cuestión del eterno problema de la traducción española de títulos originales, pues la cinta de la británica Martha Fiennes (hermana, para más señas, de Ralph y Joseph Fiennes) atiende, en realidad, por Chromophobia. Sencillamente, ese cambio radical de título, no implica más que unas ganas tremendas de despistar al espectador resituándolo en el antiguo remake coloreado y musical de Historias de Filadelfia, protagonizado por Grace Kelly, Frank Sinatra y Bing Crosby.

En la Alta Sociedad de Fiennes se diseccionan los pocos escrúpulos de los que hacen gala una familia adinerada de la ciudad de Londres. Planteada como un producto coral, varios personajes y situaciones irán alternándose ante la cámara, aunque recibiendo una especial atención la figura del aburguesado Marcus Aylesbury, un hombre que está a un paso de ver tambalear su gran imperio y a su familia por culpa de una información privilegiada conseguida por un viejo amigo periodista.

Al igual que hizo Robert Altman en muchas de sus películas, la realizadora inglesa finaliza su trabajo uniendo en una única trama a cuantos caracteres ha ido describiendo a lo largo de su metraje. Cada uno de ellos estará ligado, de una manera u otra, al universo del tal Marcus Aylesbury, un Damien Lewis no muy convincente en su papel. Pero al contrario, por ejemplo, de lo que ocurría en Vidas Cruzadas, la manera de atar cabos resulta demasiada forzada (por no decir primaria).

Es innegable que el film cuenta con un casting atractivo. Reunir para un mismo título a gente como Ralph Fiennes, Ben Chaplin. Ian Holm, Kristin Scott Thomas o Penélope Cruz, no es moco de pavo. El problema estriba en que la directora no ha sabido sacar un buen provecho de ninguno de ellos, dejando que, en general, todos muestren su vena más histriónica, incluida nuestra internacional Pene quien, en esta ocasión, otorgando muy poca credibilidad a su rol y totalmente alejada de su magnífica interpretación en Volver, da vida a una prostituta enfermiza y madre soltera.

A pesar de las loables pretensiones de apostar por un producto coral, da la impresión que Alta Sociedad se trate de un trabajo compuesto de varios episodios y en el que, dando ciertos giros de guión (tan falsos como apremiados), se acaban juntando (por arte de birlibirloque) todos los fragmentos que han ido asomando durante sus interminables y aburridos 135 minutos de proyección.


Sin ser una gran película, se me antoja bastante más distraída la propuesta de Bart Freundlich quien, con Ellas y Ellos (estrenada con dos años de retraso, al igual que Alta Sociedad), organiza una sencilla comedia, de coordenadas muy similares a las del cine de Woody Allen (aunque salvando las distancias) y que, inexplicablemente, pierde todo su gas durante el caótico y desmadrado capítulo final, ambientado durante una astracanada representación teatral.

Poco (o nada) nuevo ofrece Ellas y Ellos a ese tipo de comedias sentimentales que asoman por nuestras pantallas desde que la espléndida Cuando Harry Encontró a Sally renovara un tanto el género. La woodialleniana ciudad de Manhattan es el entorno geográfico en el que un par de parejas empezarán a notar la crisis causada por sus largos años de convivencia. Julianne Moore y David Duchovny por un lado y Maggie Gyllenhaal y Billy Crudup por el otro; los primeros casados, los segundos a punto de contraer nupcias. La desidia y la monotonía en sus vidas harán que todo empiece a derrumbarse a su alrededor.

Algunos chistes simpáticos y unas cuantas situaciones hilarantes, junto con el inesperado potencial cómico demostrado por Duchovney, es lo más destacado de un previsible producto en el que la eterna guerra de sexos y los malentendidos vuelven a cobrar el protagonismo habitual. No hay sorpresas ni grandes ingeniosidades; lo normal en una película que, dos días después de haberla visto, se autodestruye en el interior de las mentes para liberar espacio en el disco duro. Si te he visto, ni me acuerdo.

27.5.07

Atrapada en un déjà vu

Los habituales de esta página saben de mi nula devoción por Sandra Bullock. Quizá sea esta la razón primordial por la que, hasta ahora, aún no había visto Premonition (7 días) , un film de coordenadas fantásticas tras el que, de manera inesperada, se esconde uno de los trabajos más compactos de la protagonista de Miss Agente Especial.

Realizada por el alemán Mennan Yapo, la cinta abriga -entre otras cosas- la intención de relanzar la eclipsada figura de una de las novias de América que más rápido han sido destronadas; una Bullock que, dispuesta a dejar a un lado su irrisoria colección de mohines, apuesta por dotar de una interpretación más natural al atormentado personaje al que da vida y sobre el que, sin lugar a dudas, recae la mayor parte del peso de su trama: el eje central sobre el que gira su bien estructurado guión. Para ello, la denostada actriz se mete en la piel de Linda, una mujer casada y con dos hijas pequeñas que, de la noche a la mañana, verá cambiar radicalmente su existencia cuando le comuniquen la muerte de su marido a causa de un accidente automovilístico. De manera inexplicable y al día siguiente de recibir la fatal noticia, su esposo amanecerá a su vera durmiendo en la misma cama.

Premonition supone una nueva y eficaz vuelta de tuerca sobre un tema bastante recurrente en el cine fantástico actual: el de los bucles, agujeros y saltos en el tiempo. La reciente (y fallida) Déjà Vu o la ingeniosa Atrapado en el Tiempo, son sus dos referentes más claros, a pesar de que Bill Kelly, su guionista, apueste por acercarse más directamente al melodrama de tintes trágicos que al cine de acción o a la comedia, colocando a la atormentada Linda en una pesadilla sin salida aparente. Y es que esa pobre mujer, que no sabe a ciencia cierta si su marido está vivo o muerto, deberá luchar, día a día y con su entorno más cercano, para alejar de su mente un macabro y desolador suplicio que parece no tener fin.


La posibilidad de cambiar el futuro anticipándose a ciertos sucesos ya conocidos, es otra de las (típicas) bazas con las que juega una película que, a pesar de no ofrecer grandes sorpresas a lo largo de su proyección, hace gala de una corrección narrativa, visual e interpretativa muy académica. La facilidad para crear atmósferas inquietantes y la valentía de atreverse con un The End dotado de cierta mala leche y no tan estándar como sería presumible, alejan un tanto a este producto de otros trabajos de características similares. A veces, tal y como se demuestra en este caso, los tópicos bien utilizados pueden funcionar a la perfección. Incluso teniendo a la Bullock como protagonista.

La esperanza es lo último que se pierde. A lo mejor, dentro de unos años, hasta Sandra Bullock se convierte en una buena actriz. Al menos, en esta película, ha puesto un fuerte empeño por cambiar su negativa imagen.

25.5.07

Lo irrepetible

El parche de John Ford. Los andares de John Wayne. La flaqueza de James Stewart. La papada de Alfred Hitchcock. Las orejas de Clark Gable. La adolescencia de River Phoenix. El tamaño de Alan Ladd. El ritmo de Gene Kelly. La elasticidad de Fred Astaire. La humanidad de Jack Lemmon. La belleza de Marilyn Monroe. El salvajismo de Marlon Brando. La felina agresividad de Ava Gardner. La locura de Katharine Hepburn. La clase de Spencer Tracy. La fragilidad de Audrey Hepburn. La calvorota de Otto Preminger. La incorrección política de Groucho Marx. La sensualidad de Rita Hayworth. La rebeldía de James Dean. La inexpresiva expresividad de Buster Keaton. El compromiso de Chaplin. La brillantina de Rudolph Valentino. El gamberrismo de John Belushi. La máscara de Santo. La ironía de Billy Wilder. La inmensidad de Oliver Hardy. La invisibilidad de Stan Laurel. El carisma de Peter Cushing. La voz de Pepe Isbert. La voz de Frank Sinatra. Los pantalones de Cantinflas. La elegancia de David Niven. Los alaridos de Johnny Weissmuller. El nerviosismo de Agustín González. La mala leche de Louis de Funès. La masculinidad de Rock Hudson. La hombría de Marlene Dietrich. La progresión de Shelley Winters. El rostro de Jack Palance. La fugacidad de Sal Mineo. Los 83º bajo cero de Walt Disney. La fragancia de Gene Tierney. La valentía de llamarse Dana Andrews. El satanismo de Vincent Price. La honorabilidad de William Holden. Las piernas de Barbara Stanwyck. Los ojos de Peter Lorre. Los ojos de Bette Davis. La repelencia de Pepito Grillo. La distinción de Gregory Peck. Las borracheras de Dean Martin. La viscosidad de Ray Milland. La dureza de Lauren Bacall. La dureza de Humphrey Bogart. La inmortalidad de Mickey Rooney...

Continuará... (o no...)

24.5.07

Dígame qué películas hacía y le diré quién era...

Augusto M. Torres fue crítico cinematográfico de El País desde sus inicios hasta el año 2003. Aparte, ejerció como guionista en varios films y productor, entre otros títulos, del sobrevaloradísimo Arrebato de Iván Zulueta, a mi entero parecer, uno de los peñazos más solemnes y pedantes de la cinematografía española. Ahora, retomando su faceta como escritor y sus múltiples (y fallidas) tentativas como realizador en el mundo de los cortos, se lanza al vacío y, disfrazándose de soberbio Juan Palomo, debuta como director con Las Películas de Mi Padre, su primer (y espero que último) largometraje; un trabajo del que su propio autor asegura tener mucho de autobiográfico.

Es de suponer que, en ese salto al vacío tan innecesario, alguna ánima bendita le debe haber puesto una red para amortiguar el porrazo, pues vistos los desastrosos resultados finales, tras la caída habría quedado física y psíquicamente descuajeringado. Y es que, difícilmente, pueda haber otra película actual con tan elevado grado de preponderancia en su interior. O, mejor dicho: con tanta prepotencia y tan poca vergüenza.

Las Películas de Mi Padre no es más que un descarado e insultante autobombo: el de un escritor y director frustrado que aún vive del recuerdo de haber producido Arrebato. Y es que Augusto M. Torres, loándose a sí mismo, demuestra que no tiene abuela. En lugar de molestar al espectador con tanto despropósito acumulado, todos habríamos salido ganando si se hubiera quedado en casa y, ante un espejo, repetir centenares de veces y en voz alta algo similar a lo de “espejito, espejito, ¿quién es el cineasta más guapo y fornido del mundo entero?”. En el fondo, sería un ejercicio de lo más normal en un realizador al que, en su cine y como seña de identidad, le encantaba que el equipo de rodaje se viera reflejado habitualmente en un espejo.

El método que utiliza para vender su excelsa filmografía (compuesta por un montón de ilocalizables cortometajes de corte undergound), es el de utilizar a la protagonista del film para que, a modo de conductora y maestra de ceremonias, dé un repaso a su labor ejercida, durante años, en el mundo del cine, recuperando parte del material perdido en unos laboratorios de revelado muy poco escrupulosos. El personaje de la hija será el que cargue con esa misión; la hija ficticia de Augusto Emepunto; una joven que, tras la muerte de su padre, decidirá conocer mejor la vida privada de éste rescatando y visionando varios cachitos de su obra cinematográfica.

La vanidad del director es tan desproporcionada que, para auto homenajearse más cómoda y placenteramente, opta por la inmolación. Él, el propio Augusto M., con nombre y apellidos, es el padre muerto. Un padre tan ególatra y pegado de sí mismo que incluso olvida, a la hora de redactar su herencia, dejarle unos cuantos dinerillos a su hija para que ésta pueda hacerse con un ajuar completito, lo cual obliga a la desamparada mozuela a andar en pelota picada, ante la cámara, durante la mayor parte del metraje.

Debido a los múltiples desnudos de la chica, también cabe pensar que el presupuesto de rodaje fuese tan ajustado que no tuviera cabida un apartado para su vestuario. Dadas las circunstancias y teniendo en cuenta que se trata de un producto en el que se mezcla el tono documental con el ficticio (sin ninguna razón aparente), lo más apropiado para definir el rol conductor de la hija, sería recurrir a aquel viejo término descriptivo y tan popular del busto parlante. Un busto, terso y rígido que, además de mostrar en bandeja de plata las (nímias) constantes del cine del Emepunto, le sirvió a éste (durante la filmación) para solazarse con la contemplación y estudio de la anatomía femenina. A buen seguro que la actriz, Karme Málaga, a la hora de aceptar el contrato, no llegó a exigir esa famosa cláusula en la que suele constar aquello de “sólo me desnudaré si el guión así lo justifica”. Me parece imposible encontrar otros despelotes más injustificados que los de este trabajo.


La hija del difunto realizador, entre polvo y polvo con su novio italiano y sus jugueteos lésbicos en compañía de una calentorra estudiante de cine, se dedica también a otros menesteres más loables, como los bailar desaforadamente y charlar con cuantos personajes reales estuvieron en contacto con su teórico papaito. Así, gente como Paloma Aristegui, Jaime Chávarri, Marta Fernández Muro o Vicente Molina Foix (la crème de la crème del panorama cinematográfico nacional de una época), es entrevistada, de cualquier manera y a lo bruto, por la tal Karme, a la cual, en su forzado papel de reportera -y a pesar de ir vestida para la ocasión- se la nota como muy desnuda en esa faceta.

Las Películas de Mi Padre, al margen de esa vertiente tan egocéntrica, aporta un montón de (fáciles) guiños al citado Arrebato, ya sea mediante objetos físicos (como el guiñol de cartón que salía en el film) o con la presencia del propio Zulueta quien, después de años de no aparecer en público, abrió las puertas de su mansión a su amigo del alma con la aseada intención de enjabonarse mútuamente (Tarantino, en sus diálogos, describiría este pasaje como "¡venga!, vamos a chuparnos la polla el uno al otro"). Gracias a este detalle tan hospitalario (el de abrir las puertas, claro está), se ha podido descubrir que, una mente tan preclara y arrebatada como la del director vasco, ahora se dedica a montar exposiciones de fotografías captadas por una Polaroid. Sencillamente sublime (... por no decir otra cosa).

La pederastia, el incesto, el voyeurismo, la promiscuidad sexual y la homosexualidad son temas que van asomando, de manera reiterativa, a lo largo de la proyección. Algunos de ellos, de modo más velado que otros. Pero allí están todos, del primero al último. Por algo será, ¿no?

Lo único que saqué en claro de este descalabre de tintes egocéntricos es que, en la Filmoteca de Madrid (aparte de hablar un catalán académico), existen unos cubículos en los que, previa reserva, se pueden visionar películas mediante telecine o en soporte videográfico y, al mismo tiempo, tener la posibilidad de echar un kiki con una señorita cinéfila, de buen ver y con tendencias ninfómanas.

Por cierto: el Emepunto es la la letra inicial del apellido Martínez.

23.5.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Un par de derechazos directos a la mandíbula

A buen seguro, a Todd Solondz le hubiera gustado filmar un título como El Fin de la Inocencia, pues contiene varios de los elementos que al vitriólico realizador de Nueva Jersey le encanta utilizar en sus productos. En realidad, la película supone el segundo largometraje de Michael Cuesta, un neoyorquino que, aparte de estar influido por la carrera del responsable de Palíndromos, deja entrever claramente que, en su anterior etapa televisiva, se encargó de algunos de los capítulos de A Dos Metros Bajo Tierra, una serie también punzante y comprometida.

El Fin de la Inocencia se inicia con la muerte accidental de un niño de 12 años, incidente que marcará de por vida a sus tres compañeros más allegados: su propio hermano gemelo, una niña oriental y Leonard, un joven con graves problemas de sobrepeso. La cinta analiza, de modo cínico y desbordante, las inexistentes relaciones entre unos hijos y unos padres que se niegan a asumir que, a pesar de la temprana edad de sus pequeños, éstos tienen vida y pensamientos propios.

Un trabajo independiente que resulta tan cáustico como espléndido. Michael Cuesta no muestra ni una sola concesión a la taquilla y, a pesar de la crudeza psicológica que ello conlleva, conduce a sus personajes y al propio espectador por el cauce más lógico y natural, aunque este viaje pueda concluir en tragedia. La rabia causada por la impotencia ante ciertos hechos y el irrefrenable deseo de hacer realidad los pensamientos más ocultos, serán los principales causantes de que tres niños se conviertan en precoces adultos de la noche a la mañana. Una manera de crecer bastante indigesta.

Un curioso y cínico homenaje a la enmascarada y cinematográfica figura de Jason y las compactas interpretaciones de sus jóvenes actores, acaban de redondear un producto en el que no escasea la mala leche y que plantea, metiendo el dedo en la llaga, uno de esos aspectos que nunca se han querido reconocer de los más pequeños de la casa. Y es que éstos, a pesar de su corta estatura y ante algunas situaciones muy concretas, resultan más maduros que los propios mayores. Ellos también tienen su corazoncito, y su cerebro ya maquina de manera autónoma.


Candy es otro film duro, asfixiante y crudo: todo lo contrario que su endulzado título. Una especie de revisitación de Días de Vino y Rosas, pero en versión australiana, de corte independiente y cambiando el alcohol por la heroína. Neil Armfield es el nombre de su director; un nombre que, a partir de ahora, se tendría que empezar a tener en cuenta.

Candy es una chica guapa y encantadora que se desvive por convertirse en una pintora famosa. Físicamente, es como un atractivo clon juvenil de Nicole Kidman. Su compañero es Dan, el émulo perfecto de Val Kilmer; un tipo sin oficio ni beneficio que, por culpa de su adicción a la heroína, ha echado su vida a perder. El efecto dominó para con su chica será igualmente devastador. Cuando él se metía sus picos, intentaba –relativamente- mantenerla a ella al margen. Candy se conformaba con hacerse un rulo y enchufársela por la nariz. Pero todo tiene su tiempo y el caballo galopa a una velocidad imposible de frenar. De las fosas nasales a la vena hay un mínimo escalón, y esa frontera es facilísima de cruzar. Una vez al otro lado, no hay marcha atrás posible. Y Candy y Dan lo saben muy bien.

Un film contundente. Un mazazo visual y temático. El fuego en las venas invade la platea. La ansiedad del yonqui; la precariedad y la degradación humana a cambio de un viajecito más. Una historia de amor triangular: ella, él y el jaco. El tercero en juego tiene las de ganar. Una ruleta rusa de la que es muy difícil escapar. El juego no ha hecho más que empezar.

Tres son los capítulos que delimitan Candy: El Cielo, la Tierra y el Infierno. Por este mismo orden. Una película que hay que ver, aunque no sea precisamente la alegría de la huerta. Uno tiene que armarse de valor para enfrentarse a ella, pues Candy escuece. Más que escocer, duele. Es por ello que se debe ir al cine dispuesto a penetrar en los rincones más recónditos y oscuros de nuestras debilidades.

Candy es una cinta gore. Pero un gore distinto; una nueva variedad del género, sin tripas ni cachitos de seso desparramados por el suelo. Esos detalles sanguinolentos y de mal gusto, comparado con todo lo que se esgrime en Candy, es un gore de chicha y nabo. El gore más efectivo es el que se ampara, más que en las imágenes, en la realidad más infernal; aquella que se apalanca en el cerebro directamente a través las venas: la autopista del plasma más cara del planeta.

Atención, sobre todo, a la presencia de Abbie Cornish, una joven actriz que promete mucho y que da vida a esa Candy que ha perdido definitivamente su candidez. Su solidez interpretativa supera en mucho a la de Heath Ledger, su compañero de picoteos en el film. Una brillante actuación que la empareja, directamente, con Geoffrey Rush, ese sastre recién llegado a Australia que, procedente de Panamá, está dispuesto a convertirse en la viva imagen de Mephisto.